(Redactado en 2012)
No se trata solo de balas para los
indígenas mexicanos del estado de Chiapas o gas pimienta para los
indignados norteamericanos de Wall Street. Tampoco policías
antidisturbios para los Víctor Choque o Teresa Rodríguez de la
democracia argentina. La lucha contra la rebelión en este sistema
se ejerce también de manera precoz y con sigilo. Sin la triste
espectacularidad mediática, pero con igual brutalidad.
Es así como las promesas de cierta
política de estado, la supuestas conveniencias de un tratado, la
obediencia a una ley, la fe ciega en un precepto religioso, incluso
el respeto al guardapolvo de un médico, pasan a constituir
verdaderas herramientas de control social. Opresión con silente
represión y ejemplos de a montones. Los pies descalzos y cansados de
hombres y mujeres indígenas zapatistas, quienes antes de levantarse
pisaron durante más de 500 años el fértil suelo chiapaneco, la
oscuridad de la Ley de Punto Final sancionada durante los ochenta en
Argentina, la demonización de la rebeldía -secundada por el temor
al pecado- en el Nuevo Testamento, los rótulos del Manual
Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales.
Si, leyó bien. Manual Diagnóstico y
Estadístico de los Trastornos Mentales. O si prefiere DSM, según
sus siglas en inglés. Nada menos que la Biblia de la psiquiatría
moderna. Consiste en un conjunto de enunciados descriptivos que en la
actualidad se utilizan para definir si usted se encuentra en su sano
juicio o por el contrario necesita la ayuda de algún profesional de
la salud. La historia cuenta que la primera versión de este manual,
redactado por la Asociación de Psiquiatría de los Estados Unidos,
vio la luz en 1952. Desde entonces se mantuvo siempre vigente. En
2013 por estas pampas transitará ya la quinta versión.
Son alrededor de 36.000 los psiquiatras
afiliados a la asociación en los Estados Unidos, pero millones los
profesionales de la salud que en todo el mundo han adoptado al DSM
como material diario de consulta. Su presencia hoy no se
circunscribe al ámbito especializado de los consultorios de salud
mental, también no es infrecuente de encontrar sus códigos en las
historias clínicas de médicos generalistas y psicólogos que
trabajan diariamente en centros de atención comunitaria.
Por si esto fuera poco, paulatinamente
el DSM -herramienta de la biopolítica al fin- ha logrado también
constituirse en juez de diversas cuestiones que exceden lo meramente
sanitario. La inimputabilidad de una persona en una causa por algún
delito descansa generalmente en sus hojas. También la declaración
de incapacidad laboral de un trabajador y sus imprevisibles
consecuencias.
El poder psiquiátrico
“A pesar de que seas rey, dejarás
de serlo si estás loco y por más que estés loco no por eso serás
un rey”, era la sentencia que según el filosofo francés
Michel Foucault molestaba constantemente los oídos de Jorge III,
soberano del Reino Unido durante el periodo comprendido entre 1760 y
1801. En su libro titulado “El Poder Psiquiátrico”
Foucault afirmó que en esa frase “podía verse a la soberanía,
a la vez enloquecida e invertida contra la disciplina macilenta".
El rey asistía entonces a una función
que nunca hubiera querido presenciar, la de su propia caída. Su
poder secular se encontraba ahora de rodillas frente a otro un tanto
más discreto: el denominado poder disciplinario.
“Dos de sus
antiguos pajes, de una estatura hercúlea, quedan a cargo de atender
sus necesidades y prestarle todos los servicios que su estado exige,
pero también de convencerlo de que se encuentra bajo su entera
dependencia y que de allí en más debe obedecerlos”, relató
Foucault en otro pasaje de su libro. El poder disciplinario se
ejercía en forma continua y temprana ante el mínimo atisbo de
delirio del monarca. Sus servidores ya no se caracterizaban por
actuar siempre en consonancia con la voluntad del rey, sino que por
el contrario se encargaban de reprimirla cuando se expresaba por
encima de sus necesidades, por encima de su estado.
Este verdadero
estandarte de la realeza había sido colocado entonces entre
paréntesis y aislado del exterior. Privado de la siempre asimétrica
relación con sus súbditos. Cientos de personas que no
individualizaba, pero que siempre lograba abarcar en multiplicidades.
Ahora Jorge III se enfrentaba a un poder difuso y sin rostro.
Concretamente a un poder psiquiátrico, que a diferencia del poder
soberano tendía siempre a individualizar hacia su base. Según
Foucault, la disciplina no buscaba ya solo la sustracción de
productos sino que iba por más: nada menos que la captura total del
tiempo, los gestos y el comportamiento del individuo.
Lo relatado
acerca del rey caído en desgracia no es una simple anécdota.
Constituye el hito fundacional de lo que luego se denominaría
psiquiatría. Ocurrió a finales del siglo XVIII, época en la cual
emergen y comienzan a organizarse algunos hospitales psiquiátricos
en diversos países europeos. Foucault elige la historia de Jorge
III, incluso por encima de otra considerada por muchos como más
representativa. Específicamente la del médico francés Philippe
Pinel y los enfermos mentales agradecidos y curados, luego de ser
liberados de pesadas cadenas en las celdas del hospicio francés de
Bicêtre. A esa última imagen la trata con desdén. Según el
filósofo allí no se asistió a un acto humanitario, nada fue
gratuito. Ocurrió solo una traslación desde un poder soberano,
representado en este caso por las cadenas, hacia otro también de
sujeción comandado por la obediencia y la disciplina.
El nuevo poder
emergente procura desde entonces siempre actuar en forma continua y
temprana. Como ocurrió en Bicêtre, con las personas liberadas
perfectamente visibles y en situación permanente de ser observadas.
Según Foucault, introducidas en un panóptico -un verdadero
dispositivo disciplinario- hasta llegado el momento en que todo
funcione por sí solo, la vigilancia tenga únicamente un carácter
virtual y la disciplina adquiera por fin la categoría de hábito.
El reparto de
etiquetas
Aunque seas rey,
dejarás de serlo si el DSM dice que estás loco. Pero sucede que si
se sigue al pie de la letra la principal herramienta del poder
psiquiátrico, pocos serán los que estén en condiciones de evitar
ser catalogados como trastornados mentales. Algunas estadísticas
afirman por ejemplo que uno de cada cuatro norteamericanos sufre de
un problema mental diagnosticable por medio del manual.
Dicha inflación
o sobrediagnóstico de los desordenes mentales entre otras cosas se
ha debido a la progresiva incorporación de nuevas entidades durante
cada actualización sufrida por el DSM. Para tener una aproximación
a lo acontecido basta solo con reparar en los 119 trastornos
incluidos en 1968 -en ocasión del lanzamiento del DSMII- y luego
comparar esa cifra con los más de 300 del aún vigente DSMIV.
Para lograrlo el
manual desde sus comienzos no ha hecho otra cosa que borronear el
límite que separa a una conducta normal -y en cierta situación
hasta esperable- de un trastorno mental. Es así entonces como por
ejemplo un niño con mal comportamiento en el
aula, bajo rendimiento escolar y poca motivación por aprender, luego
de ser detectado por la maestra y derivado al psiquiatra, pasa
rápidamente a padecer un Trastorno por Déficit de Atención con o
sin Hiperactividad. Una etiqueta regalo de cortesía del DSMIV, y que
por otra parte ya lucen nada menos que alrededor del 5 al 10 por
ciento de los niños en edad escolar de todo el mundo.
¿Pero
quiénes son los encargados de repartir esa y las otras mas de 300
etiquetas? La respuesta es un tanto compleja. Por un lado se podría
afirmar que el responsable no es otro que un grupo de expertos
convocados por la influyente asociación estadounidense de
psiquiatras. No hay dudas que son ellos, por medio de su opinión y
voto, los encargados finales de decidir cual es la etiqueta que se
viste de gala y pasa a recorrer el mundo globalizado a bordo del
último modelo del DSM. También podría argumentarse que los
encargados del reparto son los profesionales de la salud, en la
soledad de un consultorio y con matrícula habilitante.
Pero
dicha verdadera imposición de sentido hoy es propinada por otro
actor principal. Alguien difuso y sin rostro, como el que traumatizó
al rey Jorge III. Un ente con el poder suficiente como para
transformar a sus etiquetas en discursos universales. En definitiva,
con la capacidad para construir la hegemonía que reina por estos
días en la psiquiatría. Para que prolongar el suspenso, si la
respuesta es previsible: el poder psiquiátrico ha sido desde hace un
tiempo tomado por la industria farmacéutica.
Intencionalidad
editorial
Es
allí en donde la objetividad de cada una de las etiquetas del DSM
comienza a tornarse un tanto difusa. Como dijo el periodista Victor
Ego Ducrot, en su libro Intencionalidad
Editorial: El sigilo y Nocturnidad de las prácticas periodísticas
hegemónicas: una de las claves para
desenmascarar una engañosa y proclamada objetividad de un medio
periodístico reside en tratar de identificar un error deliberado.
Aquel que permite a un discurso de clase o grupo convertirse
finalmente en el discurso de todos.
Si
se extrapola esto al DSM, un error difícil de pasar por alto radica
en que según un estudio -publicado en una revista científica- casi
el 70 por ciento de los expertos que delinearon el DSMIV tienen o han
tenido vínculos laborales con la industria farmacéutica.
Industria
que constituye un sector importante del poder económico capitalista.
Según algunas consultoras, la actividad ha experimentado y
experimentará un crecimiento sostenido en Argentina y en los
restantes países latinoamericanos. Mientras tanto en los Estados
Unidos aún se recuerda “casi a modo
de hazaña” los 14.6 billones de
dólares obtenidos gracias a la venta de antipsicóticos en 2009.
También por supuesto los 9.9 billones de dólares recolectados a
partir de norteamericanos con diagnósticos de depresión. Durante
ese 2009, los medicamentos para tratar una psicosis fueron las drogas
más prescriptas por los médicos en los Estados Unidos. Más que
cualquier otro fármaco de venta bajo receta médica. Se vendieron
como pan caliente.
Pero
adjudicarle este superventas –en definitiva esta ideología
consumista- solo a la lapicera de un médico de consultorio suena un
tanto reduccionista y miope. Su otrora poder soberano también ha
sufrido un duro disciplinamiento. No siempre es fácil escapar al
rebaño, mucho menos resistir a la homogenización instaurada por el
DSM.
El
poder psiquiátrico, de ahora en adelante poder farmacéutico,
también ha introducido al médico en su panóptico. Se ha convertido
con o sin proponérselo en un eslabón más de su circuito
manipulatorio. Manipulado en tanto y en cuanto una institución con
cierto prestigio y mayor poder en el ámbito de la psiquiatría
mundial le construye el sentido de lo sano y lo enfermo. Manipulador,
producto de la aún persistente obediencia debida de algunos
pacientes a la receta médica.
Siguiendo
algunos pasajes del libro compilado por Ducrot, podría afirmarse que
el comprimido finalmente adquirido en una farmacia no es otra cosa
que el resultado de una lucha de poder entre los distintos eslabones
de un circuito manipulatorio. En este último combate intervienen los
ya nombrados, pero se suman otros de característica diversa tales
como: las instituciones sanitarias estatales y privadas, obras
sociales, empresas de medicina prepaga, los medios de comunicación,
los estamentos jurídicos, e incluso aquellos de índole laboral. Lo
curioso es que en la actualidad todos los eslabones parecen estar
motorizados por el combustible aportado por el DSMIV.
Omnipresente,
siempre. Allá donde existe una política sanitaria, existe una
justificación por medio de una estadística, facilitada gracias a la
simple codificación que propone el manual. A la hora de cuestiones
mas cotidianas como por ejemplo cobrar una consulta, el profesional
muchas veces no tiene otra opción que colocar el diagnostico en
formato DSM si desea que alguna prepaga finalmente se la abone. En el
ámbito de los medios de comunicación, se recrean específicamente
los descriptores de trastornos incluidos en el manual y se influye
en los consumidores por medio de publicidades directas o en su
defecto indirectas. Por último, las fojas de causas judiciales y los
certificados de discapacidad laboral también han demostrado
permeabilidad.
Constituye
entonces el DSM, por supuesto siempre bajo el velo de una supuesta
cientificidad, ni más ni menos que un fenómeno de control social.
Cuenta con la vocación de ejercer una influencia sistemática sobre
la opinión pública y las conductas de masas. Enunciado que nos
remonta a la definición de propaganda. El manual no es otra cosa
que un instrumento de persuasión que busca el consenso. Pero el gran
poder económico acumulado por el sector farmacéutico -emisor en
este caso del mensaje- aborta toda posibilidad de acuerdo y deja al
DSM el camino libre hacia la imposición.
Como
toda propaganda exitosa, el DSM lamentablemente ha servido para
simplificar el concepto de los trastornos mentales. Ha sentado con
énfasis las bases de los trastornos en el sujeto, sin reparar
demasiado en la compleja trama social que moldean la génesis de un
problema de salud mental. También ha logrado incrementar las
ganancias de la industria farmacéutica por medio de la exageración
y desfiguración de comportamientos considerados normales con
anterioridad. El resto no fue otra cosa que orquestación,
transfusión, unanimidad y contagio.
Imagen:Flickr
Quiero
un poco más
Pero
lejos está de quedar satisfecho el poder farmacéutico. Siempre
tiene lugar para más. Es así que a principios de este año
anunciaron que para el próximo 2013 han logrado fabricar tres nuevas
etiquetas para el aún en construcción DSMV. Tome asiento por favor:
la tristeza, la timidez y la rebeldía serán considerados trastornos
mentales pasibles de medicalización.
Por
eso este texto no en vano iniciaba su recorrido con el recuerdo de
los rebeldes indígenas zapatistas y la represión instaurada por el
estado mexicano. Luego de leer la noticia de las etiquetas y sin ser
adepto a la ciencia ficción, me los imaginaba, ya no como ese 2 de
enero de 1994, masacrados por las balas militares al costado del
mercado municipal de la ciudad mexicana de Ocosingo. Sino como
personas dóciles y dormidas por algún fármaco novedoso. Especies
de zombis dispuestos a cumplir- siempre con los pies descalzos,
disciplinados y sin rezongos- una nueva condena al olvido por parte
de un Tratado de Libre Comercio con países del norte. Ojalá me
equivoque, pero al igual que le ocurrió a Foucault, debo decir que
en ninguna divisé mayor humanismo que en otra. Las dos por igual me
resultaron brutales.
Tuve
luego tiempo para reparar en el Trastorno Oposicional desafiante del
DSMV, ni más ni menos que el nombre ya reservado para a la rebeldía.
Incluía a cualquiera que se haya sentido enojado, irritable,
vengativo, pero también desafiante o argumentativo frente a la
autoridad, durante al menos seis meses consecutivos. Un psiquiatra
por Internet recomendaba tratar a niños y adultos con ritalina.
Intenté
explicar porque el tratamiento farmacológico precoz y silente de
niños considerados rebeldes me traía reminiscencias de épocas
terribles de la dictadura militar argentina. Mas precisamente me
recordaba al robo sistemático de bebes durante el oscuro proceso.
Pensé luego en Choque y Rodríguez, muertos por la represión del
estado en plena democracia. También en los mas de 500 años de
argumentos nunca escuchados de los zapatistas.
Aún
no pude ponerme a reflexionar si durante más de seis meses estuve
irritable o desafiante. Prefiero en cambio escuchar cada vez que
puedo el “Todos somos Marcos”
del 2001 en el Zócalo del DF mexicano. También porqué no constatar
como un petitorio en contra del lanzamiento del DSMV en pocos meses
acumula más de 20.000 firmas en todo el mundo. Me parecen destellos
luminosos de contrahegemonía. Ni más ni menos que diagnósticos
saludables de rebeldía.